miércoles, 26 de marzo de 2008

Calidad de vida en los pequeños pueblos





Calidad de vida en la sencillez de los pequeños pueblos.

A través de montañas bajas y árido paisaje, llegamos a un pequeño pueblo mexicano del interior. Por el angosto camino pueden verse las franjas de agaves que concentran energía que nunca destilará en tequila. Les acompañan nopales y cactus que resguardan entre sus espinas la poca humedad que les permite sobrevivir y que acogen el polvo que los autos y caballos levantan a su paso.

Inmerso en este rincón, llegamos hasta el hotel, una antigua hacienda del siglo XVII, restaurada para ofrecer con sus pocas habitaciones, todo un paraíso de posibilidades de descanso y reflexión. Basta cruzar el umbral de la pesada puerta de madera y nos recibe un precioso patio interior, con pozo y fuente, rodeados de arcos y portales que muestran el esplendor de una época en la historia.

De noche la naturaleza nos regala ecos de cantos de insectos, una quietud y esos cielos tan negros en que a diferencia de las ciudades luminosas y contaminadas, podemos ver tantas estrellas como no sabíamos que existían. El ambiente invita a sentarse en una mecedora y al cadencioso sonido de la madera curvada, nos movemos ritmicamente para perder la mirada e imaginar leyendas e historias antiguas.

Viajan desde la cocina, los deliciosos aromas de la cena casera que pondrán en nuestra mesa, no hace falta mostrarnos variado menú porque las tres opciones son tan buenas que nadie puede rechazar, y es en esa concentración sensorial, que recibimos de quien prepara las viandas, una energía positiva que imprime en la comida que llega a nuestro estómago, aprobando la teoría de la transmisión de estados de ánimo de esta manera.

Son las diez de la noche y los pueblerinos que vuelven a sus casas, se saludan unos con otros porque todos se conocen, no se cuidan las espaldas porque son todos buenos y nobles, y en esta pureza de corazón es que la codicia o maldad no les alcanza todavía. Apenas si hay servicios de luz y teléfono, lo más moderno y tecnológico es aquel vecino fotógrafo que a puerta abierta mantiene todo el día música sonando con tal volumen que llega hasta el kiosco y resto del lugar. En la única tienda del pueblo encontramos las marcas de productos de la ciudad al lado de las canastas de pan casero, esponjoso y aromático que no tiene competencia con los bollos empacados en bolsas con fechas de caducidad.

Amanece y los gallos cantan, la Iglesia hace sonar sus campanas anunciando la celebración del Domingo de Ramos. Perfecta oportunidad para conocer de qué manera viven la tradición. Después de un picante y delicioso desayuno mexicano, nos acercamos al templo. En su interior palpitan los siglos, la influencia española sobre la religión y arquitectura, enriquecido todo con la mezcla indígena y las manos que pintaron motivos sencillos en las paredes, que en conjunto y a distancia nos permiten valorar muros con efecto de papel tapiz. Flores silvestres a los pies de la Virgen Dolorosa. Nativos con sus ropas de domingo sin perder el estilo regional. Todo aquí parece simple, pero tiene su dosis de complejidad por observar.

Resulta difícil partir, despedirse de la gente que atiende el hotel, que por días e instantes al ser todo tan personal e íntimo, se torna familiar, por eso cuesta decir adiós o hasta pronto a personas y emociones. Tendría ganas de vivir ahí, pero mucho me temo que la quietud y paz me rebasa. Somos desafortunados los que nos creemos con suerte de trabajar en grandes ciudades, contaminadas y ruidosas, modernas y frías. En estos pueblos no tienen acceso a la tecnología, pero les sobra calidad de vida.

Tere García Ahued.

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