domingo, 24 de febrero de 2008

Agendando un encuentro con la felicidad




Almendras confitadas se derriten en su boca. Las campanas de la Iglesia repican anunciando el medio día. Decide sentarse en una banca del parque solo para detener un poco el correr de las horas y olvidarse de las montañas de escritos que ha de revisar. En su agenda de bolsillo aparece en ese día un garabato hecho aprisa de algún rostro especial, captado a simple vista cuando una mujer vio pasar. Extiende sus brazos estirándose hasta el límite, piensa que con esto logra su propio espacio dejando detenido el tiempo a elección.

Comienza entonces el análisis del entorno y pasa del suelo al cielo con gran facilidad. Observa las cortezas de los árboles y las organizadas hormigas llevando migas de pan. Enseguida mira las figuras que forman las nubes y recuerda su niñez en las montañas, cuando descubría en la espesura blanca algo que conocía.

Sus sentidos se alborotan, aún distingue en su paladar el sabor del chocolate y almendras cuando aspira y suspira por el aroma que llega hasta él y se esfuerza en recordar lo que le evoca. No es simplemente olores de bollos que se inflan en el ardor de un horno de piedra y que escapan fugitivos por el aire hasta la calle, la plaza y la vereda del camino. No, esto le mueve recuerdos también. Parece que ha querido detener el tiempo presente para descansar de las presiones del trabajo y se le ha echado encima en pocos minutos, sentado en la banca vieja, todo ese pasado de agradables recuerdos, de una vida, una infancia feliz.

Decide que el receso le llevará más tiempo y se dispone a abrirse con antenas de radar para captar qué otros estímulos pueden llegar hasta él. Observa, respira, cierra los ojos y se percata que la ciudad lleva su ritmo todavía provincial mientras él se afana en el piso doce de aquel moderno edificio de cristal en el que renta una oficina para trabajar y ganar dinero, para descubrir entonces qué pobre es cuando ocupa media vida en ello.

La ciudad está palpitando con sencillez abajo y afuera, en esos bollos de pan aromático, en las campanas de la Iglesia llamando a misa, en el crujir de la madera apolillada de las bancas del parque, en las risas y llantos de los niños que pasean sus madres por las calles, en la vendedora de frutas y flores que sobre una manta y una canastita ofrece coloridas a los peatones.

Todavía hay aromas y sonidos de pueblo, ahí caminar es aún un placer. Los pequeños comercios carecen de anuncios luminosos, pero se publicitan a sí mismos por las cosas que sus aparadores muestran acomodados sin estrategias de ventas. Se vende el pan, los helados, los bocadillos de pueblo, los caramelos, incluso esas almendras que compró y devoró, la ropa y textiles indígenas, las vasijas de barro y las coloridas vajillas de talavera, en locales que no necesitan mayores esfuerzos porque cuentan con la fidelidad de su clientela.

Se pone de pie, ha estirado mucho las horas y debe volver a trabajar, pero se va lleno de energía sencilla, con los sentidos colmados de motivos y recuerdos, anotando esta vez en su agenda, la cita del día siguiente en la misma plaza, en la misma banca, con la misma disposición a la felicidad.

Tere García Ahued.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hi, look here