Benita está nerviosa. Cada día más. No hay nada más malo que estar enferma de los nervios. Unas veces duerme mejor, otras peor. Pero lo que no le ayuda para nada es su trabajo. Se siente fatigada. Se dedica a limpiar, a lavar, a ordenar las cosas que otros desordenan en un centro social, utilizado por muchísimas personas. Limpia hasta las paredes. Hay algunos que incluso se quitan los mocos pasando las manos por esos muros. Y ahora le han comentado que van a eliminar bastante de los recursos que se tienen en este momento para estas tareas. Porque dicen que no hay dinero. Lo puede haber para otras cosas, pero la limpieza no es todavía un trabajo que se valora.
Nos hemos olvidado de los trabajos esenciales en la vida de las personas. ¿Cómo puede atender un médico o un abogado a sus clientes con cierta dignidad si su despacho está lleno de polvo, los pisos con lanas y basura, las papeleras a rebosar? Difícilmente lo haría, si previamente la señora o el señor que limpia no ha hecho su trabajo. Es tan digno uno como otro. Nos hemos olvidado de las personas importantes para las vidas y los trabajos de los demás.
A Benita le puede el cansancio. No puede dejar el trabajo. Lo necesita para pagar sus gastos. También para poder tener una pensión que se aproxime a lo decente el día de mañana. Si no, estaba segura que firmaría el finiquito. Ha dejado su piel. Le gusta su trabajo porque además está al servicio de un colectivo necesitado y pobre que es el que usa dicho centro. Por eso se desvive también y con mas ganas. Pero se siente abandonada por los responsables, por los mismos que defienden los derechos humanos de los más necesitados y salen en la prensa un día sí y otro no con múltiples declaraciones, pero se olvidan de los que limpian. Como también del trabajo llano y monótono de las amas de casa, de las empleadas de hogar, las cuales para colmo están peor que Benita pues no tienen derecho al subsidio del desempleo en caso de que las despidan.
Benita pierde los nervios. Llega a su casa cansada, sin ánimo. No se ve ilusionada. El año pasado de tanto curro hasta enfermó. Y no pidió la baja, para que sus niños, los que utilizan aquel centro social, se siguieran sintiendo a gusto. Pero sus jefes no valoran eso. Los derechos humanos son de los que están fuera, no de los que trabajan en dicho centro. Por eso Benita, después de hablarlo con gente de su confianza, y aun sintiendo que los golpes bajos la están reventando por dentro ha decidido que no tiene más remedio que seguir por su bien y por llegar a fin de mes pudiendo ir al supermercado todas las semanas, aunque para eso tenga que comenzar a “pasar” de cosas que antes hacía y ahora ya no puede, porque una cosa es dar el callo y otra que abusen de ti. No se siente vencida, sigue con ganas de pelear. Dice las cosas cuando llega el momento. Y recuerda a su jefe los compromisos que va adquiriendo con los demás cuando al día siguiente los olvida. Si todos me olvidan, yo no me voy a olvidar de mi misma, se ha dicho. Si a nadie le importa, a mí si que me importo. Y ya se darán cuenta de lo que es perder la cantidad de detalles que hago todos los días por los necesitados que vienen aquí sin que ello entre en mi nómina. Y si no se dan cuenta, pues peor para ellos. Serán ellos los que sigan prisioneros de si mismos. En esto no hay jueces, el juez parece ser uno mismo, el juez de su propia conducta, en definitiva, la coherencia personal. Porque si hasta aquí no he logrado nada, será cuestión de muchos años que los que aparecen como nobles o líderes de la sociedad, valoren a los que le planchan la ropa con la que salen tan guapos en la tele.
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